Relatos de romance y terror

LA AMANTE DEL SAMURAI

El Señor Takamura se había destacado siempre como uno de los guerreros más poderosos y valientes de Hokkaido, Japón, en aquellas remotas épocas del siglo VIII en que su reino se encontraba en guerra contra los “emishi” o bárbaros del norte, cuyas tierras estaban recubiertas por tupida nieve acrecentada por los copos que caían del cielo en ese momento. Era un clima crudo e inclemente por su frialdad, pero Takamura era un guerrero samurai curtido en mil batallas y había sido veterano de la guerra en Corea, gracias a lo cual se había ganado la confianza del Emperador. Cualquiera que observara a Takamura y su porte no tendría duda de su poderío, ya que era un hombre robusto, apuesto, de edad madura, con un bigote bien recortado y una caja torácica que denotaba su amplia musculatura aún recubierta por su armadura. Su mirada parecía inyectar fuego.

A su lado viajaba Shudo, su aprendiz y leal vasallo, un muchacho joven y delgado de rostro alegre pero fiero como un lobo a la hora de blandir la katana o el wakizashi.

El ejército de doscientos aguerridos hombres comandado por Takamura se dirigía hacia el principal reducto bárbaro en las nevadas y boscosas montañas nórdicas, desde donde dichos salvajes habían realizado violentas incursiones contra caravanas comerciantes y tropas del Emperador. ¡Debían ser detenidos!

Sin embargo, los bárbaros aplicaban tácticas furtivas. Una guerra de guerrillas con la cual sorprendían a sus enemigos utilizando métodos sorpresivos.

Mientras su nutrido ejército atravesaba los linderos montañosos franqueados por las espesas forestas que recubrían los lados del sendero, una lluvia de flechas envenenadas los atacó. La ponzoña mortífera de los dardos diezmó notoriamente al ejército y Takamura ordenó a los arqueros contraatacar. No obstante, estos disparaban a ciegas sin saber realmente en donde, de entre tanta maleza, se ocultaban sus enemigos.

Pronto, las fuerzas japonesas se redujeron a la mitad y los soldados colapsaban sobre el pedregoso suelo expulsando espuma por la boca y presos de convulsiones epilépticas hasta desfallecer. En determinado momento los proyectiles se les agotaron a los bárbaros que emergieron gritando aterradoramente de entra los arbustos y otros tantos saltaron de las copas de los árboles como simios. Fuertemente armados con espadas curvas ultimaron a muchos guerreros japoneses sorprendidos. Takamura extrajo su potente katana de la funda en su espalda y asesinó a varios salvajes con ella salpicándose de su sangre. Shudo era bastante diestro también y prefirió hacer uso de la más liviana pero manipulable wakizashi enterrándola en los cuellos, vientres y espaldas de los bárbaros.

Takamura ordenó la retirada y los jinetes sobrevivientes cabalgaron a toda velocidad intentando dejar las fatídicas inmediaciones boscosas. A lo lejos se divisaba la salida del bosque hacia la campiña. Los salvajes siempre tuvieron como talón de Aquiles la lucha en campo abierto que era ampliamente dominada por los japoneses.

—¡Cuidado! —clamó Shudo a su señor y ambos se agacharon esquivando la mortal trampa que esperaba en la desembocadura del sendero: un tronco repleto de afiladas lanzas como púas que fue lanzado mediante un sistema de cuerdas y poleas sostenido desde los dos árboles que cercaban la salida. ¡Muy brillante!

Takamura y Shudo esquivaron el mecanismo homicida por escasos centímetros. Los que estaban a su lado no tuvieran tanta suerte y fallecieron ensartados. Takamura cortó las cuerdas que sostenían el tronco para dejar el paso libre al resto de sus hombres que los seguían y pronto la tropa diezmada hasta ser sólo una cincuentena de sujetos emergió del sendero.

Enconados por las sensibles pérdidas, los japoneses se dirigieron hacia la aldea bárbara, conformada principalmente por chozas de paja y algunas pocas estructuras apenas mayores que una rudimentaria cabaña de madera. En el centro del asentamiento se observaban los altares animistas con primitivos tótems que asemejaban diferentes animales como osos, lobos y zorros.

Los salvajes, hombres hoscos con rostros muy barbados y tremendamente velludos, ataviados con ropajes coloridos, cercaron su aldea en posición protectora. Eran al menos ciento cincuenta, es decir, los superaban tres a uno. Aún peor, de entre las forestas boscosas emergieron aquellos que estaban aún ocultos o que sobrevivieron la refriega inicial y les cubrían la retaguardia.

Pero Takamura no se inmutó. No temía a la muerte.

—¡A la carga! —gritó enardecido y sus soldados se lanzaron contra los enemigos. Ambos ejércitos se encontraron en el centro chocando en un marasmo de sangre, muerte y gemidos agónicos. No tardó mucho en ensangrentarse el suelo transformándose en una amorfa mezcla de sangre y nieve.

Las disciplinadas y bien organizadas tropas civilizadas fueron capaces de contrarrestar la superioridad numérica bárbara como había ocurrida tantas veces antes en la historia humana, logrando así que el Imperio sometiera a un humilde pueblo de costumbres más sencillas y naturales. Las fuerzas japonesas derrotaron a los nativos conocidos como ainus aunque desdeñados como “emishi” o salvajes por los japoneses, aún cuando este pueblo vivía en sus tierras desde hacia muchos miles de años y mucho antes de la llegada de los nipones.

La victoria de los soldados imperiales fue fulminante. Muy pocos combatientes ainu sobrevivieron y su aldea fue tomada como lo habían sido otras muchas en las áreas aledañas. Sin embargo, Takamura no era una persona cruel por lo que la aldea se salvó de ser quemada y sus pobladores masacrados como había sucedido en otras ocasiones por órdenes de señores de la guerra menos misericordiosos. Era inevitable, sin embargo, que los soldados, celebrando su triunfo, se sumieran en actos vandálicos. Los nipones reían y brindaran al tiempo que destruían, golpeaban, humillaban o abusaban de los pobladores vencidos.

Una joven ainu muy hermosa se encontraba rodeada por soldados cinco japoneses embriagados por el sake y cuyas intenciones eran claras. La muchacha tenía un rostro agudo y atractivo y el cabello de un tono claro casi rojizo. Los soldados lograron acorralarla y uno de ellos la aferró por la cintura mientras los otros se preparaban para violarla. Ella propinó un doloroso puntapié a la espinilla del que le aferraba y luego le mordió el brazo con saña feroz. El sujeto chilló de dolor y la soltó y ella se escabulló de entre los sujetos con una agilidad pasmosa.

—¡Señor! ¡Mi señor! —dijo aproximándose al caballo de Takamura y aferrándole una pierna en forma suplicante— ¡Por favor! ¡Tenga piedad de mí!

—Hablas japonés —dijo él. Algo inusual en los ainus de aquella época.

—Sí, mi señor. Permite que sea tu consorte y sálvame de tus hombres. ¡No te arrepentirás!

Las palabras de la mujer sonaban tentadoras…

—¿Cómo te llamas?

—Abe, mi señor.

—Bien, Abe, pues entonces has encontrado un nuevo amo…

La muchacha sonrió.

Shudo había escuchado detalladamente la conversación y no le agradó para nada el resultado…

Era costumbre entre los antiguos guerreros samurai que un maestro de edad madura tuviera un aprendiz a quien instruía en los artes bélicos. Dicho aprendiz era denominado wakashu. Sin embargo, el wakashu no era únicamente el leal discípulo de su señor, sino también su amante, costumbre ampliamente conocida y aceptada.

Así, Takamura y Shudo habían sido amantes durante años. El muchacho acompañó a Takamura en la guerra contra el Clan Miramoto y también en la guerra de Corea siendo su brazo derecho y su compañero de armas en el día y satisfaciéndolo carnalmente durante las noches.

No obstante, durante el regreso a su tierra, el Señor Takamura había preferido disfrutar del cuerpo de la bárbara Abe en todo el trayecto dejándolo a él relegado. Y esto comenzó a producirle un resquemor inquietante.

Takamura era el señor feudal de una campiña mayormente habitada por campesinos humildes y en cuyo corazón se situaba el majestuoso Castillo Takamura, una fortaleza inexpugnable que contenía palaciegos recintos, una capilla budista y una extensa biblioteca. Allí lo esperaba su esposa, la bella Señora Tomoe, una mujer de edad madura pero aún muy guapa. Había sido cedida en matrimonio a Takamura por un clan aliado y su relación fue siempre más un pacto diplomático que un asunto de amor. En realidad, lo más parecido a una tórrida relación romántica que había tenido hasta la fecha había sido el discipulado de Shudo. Con todo y esto, Tomoe era la madre de tres hijos varones herederos de Takamura.

Takamura fue bien recibido en su castillo por una corte de sirvientes leales, su esposa y sus dos perros de caza. Viajaba al lado de Shudo en una carreta cuyo interior recubierto por una carpa contenía muchos de los tesoros recolectados en batalla, uno de ellos su nueva amante; Abe.

Como era natural, Tomoe no vio con buenos ojos a la esclava salvaje que su esposo había traído pero contuvo sus objeciones por pudor.

Los que si reaccionaron con una ira irreprimible fueron los perros que, al contemplar a Abe, ladraron desesperados. Abe se mostró aterrada por estos canes y se refugió en brazos de Takamura incapaz de moverse por el temor hasta que el señor feudal ordenó que retiraran a los animales. Poco después serían encontrados envenenados…

Y así, todo pareció volver a la normalidad, excepto por la nueva adquisición de Takamura que lo calentaba por las noches.

El tiempo pasó y las noticias de nuevos rumores de guerra llegaron hasta el Clan Takamura. El Emperador tenía nuevos enemigos alzándose en su contra y convocó a los más leales daymos a la capital en la ciudad santa de Nara.

Así partió Takamura al lado de su leal Shudo rumbo a dicha ciudad. El viaje era muy largo desde Hokkaido hasta Nara y tomaría muchas semanas, pero no importaba. Durante las noches tanto cuando acampaban en medio del bosque como cuando se hospedaban en alguna posada, Takamura y Shudo se envolvían en su acostumbrado amorío.

Una vez en la ciudad de Nara pudieron contemplar esta gran metrópoli llena de bulliciosos transeúntes, innumerable cantidad de monjes budistas, ruidosos mercaderes y fornidos guardias. Antes de llegar al palacio del Emperador se detuvieron a mostrar sus respetos ante el Gran Buda Solar que coronaba la ciudad.

El propio emperador Shomu era un devoto budista. Una persona de gran vocación espiritual y filosófica. Los recibió gentilmente y con una cálida sonrisa y se sentó a su lado a tomar té.

—¿De que forma me honrara Su Majestad solicitando mi servicio? —preguntó Takamura respetuosamente.

—El odioso fantasma de la guerra ha vuelto a resucitar. Esta vez por parte del clan rebelde de los Okumaru, en el Este. ¡Tanta muerte y violencia! Me encuentro cansado.

—Ánimo, Majestad —adujo Takamura— si quieres paz debes prepararte para la guerra.

—Sí, pero esto nunca se termina. En cuanto esta campaña acabe abdicaré como Emperador cediéndole el trono a mi hija y dedicaré el resto de mis días a ser un humilde monje. Es por eso que te he llamado, Takamura, porque eres el mejor general que tengo y deseo que se resuelva este asunto de la manera más rápida posible para así poder tomar los hábitos prontamente.

—Así será, mi señor —respondió Takamura.

De esta manera continuó Takamura su carrera militar. Enfrentó a los forajidos con una violencia terrible. Tan funesto fue su ataque que el propio cabecilla de los Okumaru lo mandó a llamar para negociar.

En el interior del Castillo Okumaru fue bien recibido. A su lado estaba su inseparable Shudo. Okumaru estaba rodeado por su nutrida escolta de generales insurrectos. Era un sujeto bravucón y tosco que hablaba con un tono grosero, pero en última instancia, era también un samurai y no cabía duda de que su promesa de respetar la vida de Takamura durante las negociaciones sería cumplida cabalmente.

—El Emperador es débil —explicó Okumaru desde la cabecera de la mesa, al otro extremo de donde se situaba Takamura. —Japón es grande y portentoso. Fácilmente podríamos conquistar Corea y China. Deberíamos iniciar estas campañas expansionistas y forjar así un imperio marítimo, en vez de construir templos y bibliotecas.

—Las decisiones del Emperador no son sujeto de debate —respondió el leal Takamura— como no se cuestiona a los dioses. Pero, aún si lo fueran, nuestra situación actual no nos permite conquistar territorios de ultramar. Tus planes llevarían a nuestro reino a la ruina.

—¡Ruina! ¡Por favor! Ruina es la que actualmente nos asola. El Emperador es más chino que japonés en su corazón. Ya la corte imperial prefiere usar caracteres chinos en vez de japoneses, estudiar a Confucio y aprender chino. Nuestros gobernantes están en decadencia, influenciados por filósofos y embajadores extranjeros. Poco a poco irá China anexionándonos de la forma más inteligente; no por la violencia sino por la absorción.

—Tu ignorancia es patente, Okumaru —desdeñó Takamura y su rival hizo una mueca de irritación.

—Bien —sentenció— si no te convence mi nacionalismo, al menos espero que te convenza más mi siguiente propuesta.

Tras decir esto sus sirvientes trajeron a un grupo de hermosas geishas acompañadas de un cofre atestado de oro y joyas.

—Riquezas, tierras, poder y hermosas cortesanas para ti —le dijo— a cambio de tu lealtad en esta contienda y de que retires tu apoyo al Emperador.

Ahora era Takamura quien miraba con desprecio y asco a Okumaru. Sentía una profunda indignación por este soborno. Se levantó de su asiento y su amigo Shudo lo imitó.

—No habrá más negociación —declaró— pues no confío en la palabra de un traidor y deshonroso que no es mejor a un bandolero que asalta ancianos en el monte. Pueden arrebatarme la vida, pero jamás me arrebatarán mi honor.

Así terminó el intento de sosegar a Okumaru y la inevitable guerra prosiguió su curso sangriento.

Las fuerzas de ambos clanes y sus respectivos aliados se enfrentaron a lo largo de dos años. Aunque Takamura consiguió la mayoría de las victorias, Okumaru logró abrirse camino hasta el interior del territorio Takamura y asedió la casa de este.

Pero la defensa que realizó Tomoe fue espléndida. Sin duda era una aguerrida y bien entrenada mujer samurai. Sus métodos para repeler a los invasores y resistir el sitio dieron resultado manteniéndolos a raya hasta la llegada de refuerzos. Las fuerzas de Takamura atacaron al ejército que sitiaba su castillo envolviéndose en un caos sangriento pero efectivo. La horda enemiga se replegó y Okumaru escapó.

Así entró a su hogar Takamura, sucio, enlodado y ensangrentado por la recién contienda, pero ileso. Sudoroso y cansado, pensaba solo en asearse, cenar y poseer a su mujer esa noche.

Pero cuando pensaba en mujer, no pensaba en la valiente Tomoe que había repelido exitosamente a los soldados, sino en su concubina Abe.

Abe misma se le acercó mientras sus señor se bañaba en una tina de madera dentro del agua tibia y disfrutaba de un poco de té y buena sopa. La hermosa salvaje no había disminuido en belleza y cuando se desvistió mostrando su voluptuoso cuerpo Takamura sonrió complacido. La joven se introdujo al agua sentándose a horcajadas sobre él e hicieron el amor.

Pero, mientras esto acontecía, Tomoe se llenaba cada vez más de celos y resentimiento. Su corazón se embargaba de una ira ponzoñosa…

Con la llegada del invierno vino la paz. Aunque fuera una tregua momentánea. Durante el transcurso de los lánguidos días enclaustrados por las feroces nevadas Takamura yació con Tomoe y con Shudo en ocasiones esporádicas, pero parecía hacerlo más por compromiso que por un genuino deseo. En cambio, casi nunca se desprendía de Abe y la gozaba todo el tiempo a casi cualquier hora. Casi parecía como si estuviera encantado por ella.

En una ocasión un monje budista llegó a pedir posada al castillo refugiándose de una tormenta de nieve. Takamura le concedió el hospedaje con todas las comodidades a aquel hombre santo que regresaba de un peregrinaje a India. Durante la cena en que compartieron con el clérigo Abe se excusó aduciendo que se encontraba enferma y no se le vio en ningún momento mientras el religioso se encontraba en la fortaleza.

El monje realizó su acostumbrada meditación, recitó sus mantras en honor a los Budas y se recostó en la cómoda recámara.

Pero no pudo dormir tranquilamente asolado por extrañas pesadillas y visiones espantosas de demonios y espíritus malignos.

Atormentado por estos horrores se despertó a medianoche y decidió ir a caminar por los jardines para tranquilizarse.

Iluminado por una vela recorrió los pasillos silenciosamente para no importunar a sus anfitriones pero no tenía clara cual era la salida. Cuando abrió una puerta se introdujo por accidente en la alcoba de Abe, donde la luz del cirio reveló la verdad dejándolo estupefacto.

Sin embargo, el monje no se encontraba atónito por encontrar a la bárbara ainu entrelazada desnuda en los brazos de la Señora Tomoe, sino porque pudo ver la genuina naturaleza de esta mujer…

Abe —que lo sabía— reaccionó violentamente extrayendo una afilada cuchilla tanto de debajo de su colchón y cortándole el cuello al monje quien se desplomó sobre los tablones del piso manchándolos de sangre.

El gemido agónico del monje y su cuerpo azotándose en el suelo llamaron la atención de Takamura quien, al despertarse, se dio cuenta de que su esposa Tomoe no estaba a su lado. Al llegar a lugar del homicidio descubrió la verdad…

—¡Sí! —reconoció Tomoe— ¡Es cierto! ¡Amo a Abe y ella a mí! ¿En verdad creías que al dejarnos aquí abandonadas por tantos meses no íbamos a encontrar consuelo una en la otra?

—Aunque estoy sorprendido —dijo— no es algo tan grave. No es como si me hubieras sido infiel con un hombre… yo… estoy dispuesto a perdonarlas…

—¡No queremos tu perdón! —dijo Tomoe extrayendo su katana de entre las pertenencias que guardaba en su recámara nupcial— ¡No me interesa seguir viviendo contigo! ¡Te odio! Después de que te mate podré vivir tranquilamente con Abe a mi lado…

—Ten honor, al menos —pidió Takamura— y permíteme tomar mi espada para que el duelo sea justo.

Tomoe asintió y Takamura se dirigió al altar donde descansaba su katana y se batió a duelo con su esposa.

El combate fue espectacular. Los sinuosos movimientos de ambos esgrimistas eran diestros y gráciles.

Mientras se realizaba esta mortal contienda, el traicionero de Okumaru rompía la tregua y su ejército se aproximaba por entre la nieve a tomar el Castillo Takamura.

El enfrentamiento entre Takamura y Tomoe continuaba con la pareja ajena al inminente peligro. Sus técnicas ágiles y veloces les permitían escapar de la afilada hoja de su combatiente recíprocamente amenazando con extender largamente el duelo. En determinado momento, cuando Tomoe se encontraba de espaldas, Abe le mostró su verdadero aspecto sin máscaras a Takamura quien se aterró tanto que se congeló. Tomoe, sin saber la causa de su palidecimiento, decapitó a su marido cuya cabeza rebotó por el suelo.

La complacida Tomoe se aproximó hasta Abe y le plantó un beso en la boca sintiéndose libre del lastre que las había estorbado tanto tiempo. Pero no pudo celebrar mucho tiempo pues su castillo estaba siendo atacado por el ejército de Okumaru. La guardia de la fortaleza se dispuso a defenderla lealmente pero fueron ultimados con rapidez y, peor aún, una de las puertas traseras fue abierta por algún traidor interno.

—La suerte está echada —dijo Tomoe encerrándose en la capilla al lado de Abe, aún cuando sabían que la puerta sería derribada muy pronto. —Una mujer samurai jamás cae en manos del enemigo. Es preferible morir que ser deshonrada. Es hora de que ambas practiquemos un honorable haraquiri —Tomoe se arrodilló y le pidió a Abe que le entregara la cuchilla. —¿Me seguirás, Abe?

—No, Tomoe —respondió ella— tengo un destino diferente a la muerte esperándome.

—Cometes un error. Pero el haraquiri solo puede ser voluntario. Te deseo suerte. Gracias por haberme dado el único amor que conocí en mi vida.

Dicho esto se atravesó su carótida con el filo del arma blanca y pronto desfalleció sobre el suelo encharcándolo de sangre.

La puerta fue inmediatamente derribada y al lugar entraron Okumaru y a su lado el traicionero despechado de Shudo. La victoria había llegado para el clan Okumaru aunque fuera pírica. Su reputación de deshonor causó tal ira que nuevos clanes se unieron a la causa del Emperador y unas semanas después la revuelta sería sofocada y Okumaru junto a su nuevo wakashu Shudo serían decapitados. Pero esto aún no llegaba y por lo pronto el caudillo rebelde celebró.

—Bien hecho, Shudo —felicitó Okumaru palmeando el hombro del traidor. —Y tenías razón, esta mujer salvaje es muy bella. Me brindara mucho placer.

—No soy una mujer —respondió Abe con tono lóbrego y luego protagonizó una transmutación antinatural. Mágicamente sus orejas se agudizaron, su rostro se alargó tornándose en un hocico perruno, su piel se cubrió de pelo, su esqueleto se volvió cuadrúpedo y finalmente se transformó en un zorro de nueve colas.

—¡Kitsune! —clamó Shudo reconociendo la naturaleza del espíritu— zorros que toman forma humana y que sólo los perros y los monjes pueden reconocer por lo que son…

El zorro se escabulló como un rayo por entre las piernas de los soldados y corrió hasta los jardines, subió por una pared y se perdió misteriosamente entre las nevadas colinas aledañas...

1. LA AMANTE DEL SAMURAI