¿Qué quieren los aliens?

Capítulo 1

Yo sé que lo que acá se lee es imposible.

Sí, puede ser que exista en un futuro una sociedad donde no importe tanto con quien sales o quien te gusta, sino lo que eres o cualquier otra cosa que se quiera.

Puede ser que los que hoy son adolescentes lleguen a transformar el mundo dividido en colores celeste o rosado. Es una esperanza que nunca se pierde.

Hasta entonces (y si nunca pasa), hasta que el mundo al menos reconozca que no hay solo dos colores, existirán escritores que imaginen un mundo donde aquellos que se sientan de otros colores diferentes a los estándar, puedan vivir por unas cuantas páginas, deshacerse de las penas por ser de otro color, de la carga.

Sí, existen escritores que escriben irrealidad, no realidad.

Justamente, soy uno de esos pocos escritores. No quiero escribir el mundo, sino un mundo nuevo, uno donde vivir no sea una carga y tener otros colores más que el celeste y el rosado no sea vivir con una cadena atada a la violencia física, verbal, psicológica , vivir con angustia y dolor.

Es quizás una tarea infantil crear mundos rosas en ese sentido, como que muchos dirán que estoy negando la realidad.

¿Y los libros no son para escapar a un mundo diferente al nuestro?

Quiero conservar esa tradición tanto como sea posible, al menos en un aspecto de esa realidad que nos agobia.

Así que aquí no hay realidad al pie de la letra. En este libro solo hay un mundo que puede haberse basado en lo real, pero que no tiene los detalles dolorosos.

En este libro tal vez haya muchas cosas mal porque no son así en lo real, pero como dije hace rato: no soy una autora que escribe realidad al pie de la letra.

Advertidas las cosas que encontrarán acá, les dejo libre elección de leer, porque sé que algunos buscan un libro para encontrar un mensaje, pero que ese mensaje no está bien dado si no está cien por cien basado en la realidad.

Yo hago escritura infantil, tal vez, a pesar de no ser ya ni una adolescente.

Solo espero que les guste esta historia irreal, no ideal, ni siquiera real.

Joney

Ángel y yo miramos una película en su pieza. Él no despega los ojos del tele, tampoco deja de moverse o llevar las manos a sus cachetes cuando la música dramática aparece. Las voces de los protagonistas y la música que acompaña las escenas son un espectro que invadió la pieza y la casa. Ni siquiera los ronquidos del papá de Ángel pueden competir contra eso.

—León, ¿estás mirando?

—Sí, que triste lo que pasa ahora…

—Eso es bueno. Se supone que el chico tenía que abrir los ojos y darse cuenta de que la chica lo engañaba.

—Ah. —Vuelvo a mirar la película—. Me perdí un poco.

Intento poner atención a lo que pasa en la película, pero mi mente zapea hacia lo que quisiera estar haciendo ahora. Uno de esos deseos tiene que ver con Ángel. Me gustaría no estar en la alfombra de felpa al costado de su cama.

La mamá de mi novio aparece de repente y se apoya en el marco de la puerta. Acomoda las bolsas de mercado, que supongo llevan toda la casa por lo llenas que están, y espía lo que estamos viendo. Menos mal que no hay escenas de la pareja dando señales de que va a acostarse y no para dormir. Hubo momentos en los que eso pasaba y con Ángel estábamos viendo la puerta, no la pantalla.

—Ángel, me voy a ver a mi comadre. —La señora Gauna acomoda los rulos negros que caen sobre sus hombros—. Acordate que tenés que ir a la Costanera a entregar esa parrilla que terminó de hacer tu papá.

—¿Ya le pagaron al pa?

—La mitad. Cuando te den lo que falta, contá bien. —La mamá de Ángel da una última mirada a la pieza—. Bueno, me voy. Portate bien.

La señora Gauna sale por el pasillo que va a la puerta de calle. Apenas escucho el ruido de la puerta metálica cerrándose y la llave jugando en la cerradura, me levanto y entrecierro la puerta de la pieza para poder escuchar por si acaso el señor Gauna se despierta. Al darme vuelta, Ángel ya me dejó un espacio en su cama.

—Tal vez ahora sí podamos…

—No le voy a decir a mis papás sobre nosotros. León, no importa cómo se lo diga, ellos seguirán prohibiéndome tener novio hasta que por lo menos acabe la secundaria. ¡Y eso! ¡hasta que me reciba de algo!

Manteniendo el brazo sobre los hombros de mi novio, aprovecho que estoy a solas con él. Alcanzo su mentón y le doy un beso.

—Tu mamá dice que soy un buen amigo, conoce a la mía y vivimos a tres casas de distancia. —Pongo mis manos en sus cachetes siempre rojos por culpa del sol en esta época del año—. Si tu papá quiere castrarme por robar la pureza de su hijo, la tiene fácil.

—Sabés que no es por eso. Hace un año que estamos así, ¿por qué cambiar algo ahora?

Me tiro contra los almohadones que se hunden hasta casi tragarme entero. Ángel vuelve a acurrucarse a mi lado.

—No te pongás así cuando estamos solos —murmura.

Lo acerco más a mí y comienzo a besar su frente, la nariz pequeña que no le ayuda a sostener sus anteojos cuando los tiene puestos, sus cachetes tibios por la corta distancia entre nosotros; disfruto de sus caricias lentas y sonrisas pequeñas al separarnos de cada beso.

Las cosquillas en mi panza son aplastadas por el chirrido de la puerta al abrirse. Doy una vuelta despatarrada hacia el lado derecho y caigo como piedra al agua porque no me acordé de que la cama es de una plaza.

—¿Qué hacen? —El papá de Ángel frunce el ceño mientras me mira —. ¿Qué te pasa?

—León se durmió sentado y se cayó hacia atrás —explica mi novio, tosiendo para disimular la risa.

El señor Gauna vuelve a mirarme con la cara arrugada por renegar con cualquier cosa que tenga que ver con la izquierda o la derecha del país, y también por espantar a cualquier chico que se le acerca a su hijo. Con un chasquido de la lengua y un movimiento de cabeza, traslada su mirada hacia Ángel.

—¡Ya te vas a entregar la parrilla de don Gonzáles! ¡Desde el viernes que me viene jodiendo! ¡Que si ya está! ¡Que si los materiales! ¡Que esto y lo otro! —Luego de renegar, apunta con su dedo índice—. ¡Y no te encerrés con este en la pieza!

Sus ojos se convierten en dos rendijas oscuras debajo de las cejas gruesas y ceño fruncido. Me siento un bicho a punto de ser aplastado.

—¡Ojito, Tebis, ojito! ¡Sé dónde vivís y tu mamá nos dio permiso para fajarte si lo merecés!

El señor Gauna sale de la pieza entre sonidos nasales y murmullos.

—¿Todavía querés hacer pública nuestra relación? —Mi novio baja de la cama, busca sus zapatillas y cierra la ventana—. Levantate, vamos a entregar esa parrilla.

Salimos de la pieza. En el baño. el señor Gauna parece estar sacándose los sesos por la nariz.

Ángel abre la puerta corrediza del fondo. El olor a pasto recién cortado se junta con el motor de la cortadora de pasto de algún vecino. Seguro estaba cansado de vivir en la selva del Amazonas o se puso las pilas porque mañana empiezan las clases, y no es bueno tener yuyarales donde les pueda salir cualquier cosa a los chicos.

Mi novio va hacia el damasco seco del fondo de su casa donde está apoyada la parrilla que tiene que llevar. Ángel intenta alzar esa cosa, pero le salen más puteadas que fuerza. Como parece que eso le va a tomar un buen rato, me distraigo mirando el resto del fondo.

A pesar de que el papá de mi novio limpia el fondo todos los fines de semana, la lluvia resucitó los pastos degollados, él mismo volvió a dejar chatarra acumulada por los rincones y las flores de la señora Gauna terminaron secas porque los hierros oxidados y cosas destartaladas las ahogaron.

—León traé la carretilla. Mil veces prefiero que empujemos, no llevarla a pulso.

—Sí, tuvimos tres meses de vacaciones, nuestros cuerpos siguen flojos.

—¡Traé la carretilla!

—Ya voy, ya voy…

Camino hasta un costado de la chatarra que el papá de Ángel tiene y saco la carretilla. Transpirando como tabacalero, llego hasta mi novio que sigue sosteniendo la parrilla para que no se caiga ahora que logró alejarla del tronco del árbol seco. Entre los dos levantamos el encargo que nos hace tensar hasta los pelos y nos saca más de un pedo atascado. Menos mal que cuando logramos poner la parrilla en la carretilla ninguna de las dos cosas se desarmó.

Ángel guía el camino y yo llevo la carretilla por el pequeño pasillo lleno de plantas y enredaderas de la señora Gauna, hasta el patio de adelante. Al menos mi novio se ocupa de abrir la reja del frente de su casa para que pueda pasar.

Caminando por la calle, que tiene más piedras bolas que tierra, me doy cuenta de que hay mucha gente que sigue en la misma posición desde que pasé por acá para venir a la casa de mi novio. Algunos chicos juegan con bombuchas y todas las casas tienen abierta hasta la puerta para ver si el viento de la tarde refresca un poco los ambientes.

Las calles de tierra hacen complicado el camino. Mi cuerpo vibra cuando la rueda de la carretilla rebota por las piedras y los pozos que les falta poco para convertirse en cráteres.

Cuando estamos frente a la vía, estoy bañado en sudor al igual que mi novio. Con un quejido de por medio, me preparo para subir esta mierda que vengo empujando, un metro hacia arriba, y evitar que se nos venga encima en el intento. Ángel empuja conmigo, pero sentimos que la gravedad nos hace ver su poder cuando se nos quiere venir encima la carretilla y la parrilla juntas. En un acto de superhumanidad, logramos llegar hasta las vías del tren.

Casi se me salieron los ojos por hacer tanta fuerza.

Ahora sigue lo más fácil que es llevar la carretilla por la vía, aunque, si llega a aparecer el tren o una zorra, tiraré todo a los yuyarales del costado y correré por mi cochina vida.

Andando por la vía, miro las campanitas de colores remolacha y morado fluorescente caer como gotas de lluvia desde los yuyos con basura.

La distancia hacia el puente que divide la villa A de la Costanera es de dos cuadras, cinco minutos de pánico pensando que el tren aparecerá de repente y unas cuantas respiraciones profundas porque la sola idea de cruzar el puente puede dejar paralizado a cualquiera.

Desde nuestro punto de vista, vemos las casas al borde del río. Son chicas y formadas por un pedazo de cada material de construcción que sus dueños pudieron hallar. Chapas encimadas de distintos tamaños y formas, ladrillos y bloques apilados que a duras penas forman una pared; pero, eso sí, es común que esas casas que parecen hacer un esfuerzo propio para quedarse en pie tengan puestas en alguna esquina la antena satelital de una empresa de cable que les ofrece más de cien canales.

Son las siete de la tarde de un domingo de verano, todo el mundo está echado como morsa. Hay gente en reposeras, en el suelo, tomando cerveza o charlando de cualquier cosa para matar el tiempo. Alrededor también se escucha cumbia, perros ladrando, chicos chillando, una tarde-noche típica luego de absorber el solazo del día y quedar cocinados.

Bajo la vista hacia el puente con los durmientes enclenques de la vía y los espacios anchos, ideales para que pase un palo vestido como yo y caiga a las aguas verdes y yuyos del fondo.

Ángel me obliga a caminar así que seguimos sudando mientras vamos estirando el pie para apoyarnos en los durmientes que de vez en cuando hacen un ruido raro y peligroso. Mi cuerpo parece no entender quedarse quieto y no temblar. A cada rato tengo que cerrar los ojos para controlar el impulso de mirar hacia abajo y vomitar hasta el páncreas por el vértigo.

Botando todo el aire apenas llegamos al otro lado, el griterío de unos changos me pone duros los pelos de nuevo; sobre todo cuando veo que vienen corriendo entre golpes y tirada de piedras.

Con Ángel corremos por ahí para buscar un lugar donde guarecernos. El peso y el esfuerzo por llevar la carretilla ahora son mínimos. Como bien decía mi abuela, no hay como el miedo.

No nos queda de otra que arrastrar la carretilla hasta el alero de una casa donde antes estaban sentadas dos mujeres conversando.

—¡Me encanta como te cuida tu papá!

—Le tengo más miedo a sus cintarazos. —Ángel mira al grupo de changos que corre hacia el puente del terror—. Ya se van.

La policía es lo que los hizo apurarse y cortar con su pelea. Menos mal o esto podría haber sido un capítulo de “Policías en acción”. Estoy seguro de que la gorra iba a tirar balas de goma y ahí sí tendríamos que haber corrido por nuestras puercas vidas.

En vez de mirar hacia la polvareda que dejan los que estaban enfrentándose, veo a un viejito resguardado del quilombo en la casa del frente. Él, a diferencia de mi novio y yo, consiguió que alguien lo metiera tras las rejas de una casa y ahora mira cómo corren los mamertos que se peleaban con piedras. Al lado de él creo que está su nieto.

Como el peligro ya pasó, el nieto de ojos bonitos abre la reja de la casa y saca un carrito de mercado lleno hasta casi no cerrarse. El viejito sale detrás, poniéndose una gorra verde y agarra el bastón apoyado en el umbral de la puerta.

Nieto y abuelo se van hacia adentro de la Costanera, por donde viven algunos amigos míos.

—Ese señor no era al que le tenés que entregar la parrilla, ¿no? —le pregunto a mi novio.

—No, pero don Gonzáles vive por donde van ese abuelo y su nieto.

Vuelvo a empujar la carretilla hacia la dirección que tomaron los desconocidos. Al pasar una cuadra, Ángel va hacia una casa de chapa y ladrillo y toca la puerta. Mientras él hace el negocio, me apoyo en un árbol y miro de un lado a otro hasta que el mismo chico que acompañaba al viejito llega a una casa de madera, toca la puerta y espera.

El chico debe tener nuestra edad, solo que su mirada seria y expresión calmada lo hace ver mayor.

Una señora de quizás ochenta y algo por el poco pelito que tiene en la cabeza, sale de la casa y le da un frasco grande de dulce de cayote.

—¿Qué miras?

—Nada. —Volteo la cabeza hacia mi novio—. ¿Todo listo?

En el camino de vuelta, Ángel me cuenta el análisis de perito forense que hizo el cliente de su papá. Desde levantar la parrilla solo con una mano para comprobar que fuera hierro, hasta intentar doblar alguna varilla para ver si resistía a cualquier trato; según mi novio solo le faltaba golpearla con una piedra o incendiarla para probar la calidad.

Apuro el paso porque Ángel ya casi por cruza el puente. Seguro que está desesperado por llegar a la casa antes de que su mamá aparezca y le dé un par de gritos por no haber aparecido rápido.

Al bajar por el caminito de un costado de la vía, Ángel me pide que lleve la carretilla.

En nuestra villa las personas siguen afuera, algunos ni siquiera han cambiado la posición en sus reposeras o tan solo han levantado la mirada para ver quién es el que saca todo el aire de sus pulmones para caminar.

—¡Bah! Tendría que haberte besado cuando estábamos en los yuyos. —Chasqueo la lengua, entrando a la casa cuando Ángel abre la reja. Dejo la carretilla por ahí y comienzo a secarme el sudor—. No lo pensé.

—Lástima, ahora tenés que despedirte con una mano.

—¿Ya volviste? —La mamá de mi novio aparece en frente de nosotros —. ¿Te dio bien lo que faltaba?

Ángel saca unos billetes del bolsillo de sus shorts.

—Andá lavate las manos, comemos y te dormís temprano. —La señora Gauna agarra la plata—. Chau, León.

Después de despedirse de mí, la mamá de Ángel se va a la casa.

—Nos vemos mañana. —Mi novio apoya su mano por un segundo en un lado de mi cara—. No te pongás apasionado con la despedida, estoy seguro de que mis papás nos miran por la ventana.

—Nos vemos mañana —le digo.

Caminando de vuelta a mi choza, veo a los vecinos que llegan a sus casas, otros salen con sus perros de raza mezclada y los nenes corren por ahí con más bombuchas en las manos.

Al pasar por la casa de la Teresa tiro la cabeza para atrás porque el olor a caldo sale por la ventana. Siempre le digo a la mami que le pida la receta de la sopa que hace, pero ella dice que es la misma que comemos nosotros. Una sopa en sobre con veinte fideos locos nunca es igual a una sopa hecha con verdura fresca y más de cinco fideos, además de que la sopa en sobre a veces parece agua sucia.

Cuando entro a mi casa, Pili el cerdito está espiando desde la cocina.

—¡Piiiliiiii! —Abro ambos brazos—. Vengo de la casa de tu papi.

Él ladra y corre hasta que llega a mí. Olfatea todo lo que puede e intenta pararse encima, pero lo voy empujando con cuidado para que no ensucie mi ropa.

Cuando paso por la cocina, mi hermano está sacando los platos hondos y mis hermanitos están echados sobre sus revistas para pintar de La Granja de Zenón.

Como estoy seguro de que nadie se dio cuenta de que Pili quería salir, voy hasta la puerta del patio para abrirla. Mi perro parece bala cuando sale, y casi hace caer a la mami que estaba dándose vuelta para buscar más ropa del tacho de plástico.

—Ma…

—¡¿Qué tenías que hace León?! ¡¿Por qué sotan desatento?! ¡Te dije! ¡Colgá la ropa cuando termine el lavarropa’!

—Sí, ma, es que…

—¡Andá traeme la ropa que falta!

Chasqueando la lengua, giro sobre mis talones y vuelvo a la cocina.

—¡Eh! ¡Fran! ¡¿Por qué no sacaste la ropa?! —Abro la tapa del lavarropas y saco lo que queda sin importarme qué esté tironeando para que se desenrede—. Estabas en la casa, podrías haberme hecho ese favor ya que viste que me olvidé.

Como mi hermano mayor no responde, volteo hacia él y lo encuentro mandando mensajes con su celular y a mis hermanitos casi por garabatear la mesa en vez del papel.

—¡Jeremías! ¡Matías! —Les quito a tiempo los lápices—. ¡Fraaan! ¡fijate! ¡los gemelos!

—León, acabo de llegar de trabajar, estoy cansado. ¿Acaso trabajás? no, entonces dejá de chillar y ocupate de los pocos quehaceres que te tocan.

Jeremías está pataleando como loco y su hermano golpea la mesa.

—¡Fraaaaan! ¡controlá a los gemelos! ¡¿Por qué están llorando?! —grita la mami desde el patio—. ¡León! ¡la ropa! ¡Dale! ¡encima que no haces las cosas, te demorás!

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —Cierro de una patada la puerta del lavarropas.

—¡León, no cerrés así el lavarropas! ¡se va a joder! —La mami aparece y busca más trabas de la bolsa que está colgada en un costado de la puerta—. Francisco, calentá la sopa que vamos a comer en seguida.

—Sí, sí; ya voy —dice él, tratando de sentar de nuevo a los gemelos que casi se caen de sus sillitas.

La mami y yo salimos de la cocina, ella murmurando sus quejas y yo dando pisotones por detrás.

—Ma, es el último día de vacaciones. —Le paso una de mis remeras —. Salí corriendo a la casa de mi amigo.

—No me importa si saliste porque se quemaba Ángel. —Ella da un chicotazo al aire con la remera antes de colgarla en la soga—. Te dije que tenías que colgar la ropa. ¡Ni eso podés hacer! ¡Tenías toda la mañana para moverte!

La mami sigue sacudiendo la ropa con cada reniego que hace, es como si chicotear al aire le sirviera para calmar su ira en vez de calmarla golpeándome a mí con el cinto o la varilla.

—¡Siempre es lo mismo con vo! ¡Voy a tene que ponete en penitencia todo los día a ve si así aprendés a prestar atención!

Colgar la ropa se convierte en un acto eterno con sus mil y un discursos sobre cómo debería ser, qué debería hacer, que así no llegaré a ningún lado, entre otras cosas que ya estoy harto de escuchar.

—León, mañana comienzan las clases. —La mami deja de castigar la ropa—. Esforzáte. Te llevaste como tres materias para rendir en las vacaciones.

—Pero las aprobé.

Cuelgo la última ropa que quedaba en el tacho que antes era para llevar agua hasta que la manija se rompió.

—Esforzáte. —La mami se da vuelta para mirarme mejor—. No te pido puros dieses, pero ya estás en tercer año de secundaria; ponele ganas al estudio.

—Sí, ma.

Ella suspira, negando con la cabeza.

Cuando volvemos a la cocina, mi hermano ya tiene la comida servida. Nos sentamos en la mesa en orden de autoridad: mi hermano y mi mamá en los extremos, mis hermanitos y yo a cada lado.

Los adultos hablan de su día, reniegan de los precios altos, acuerdan cómo y de dónde sacar para pagar las cuentas de este mes. Todo es aburrido hasta que me ahogo con la sopa de dedalitos porque Fran cuenta que le cambiaron el horario de trabajo.

—¡¿Qué?! —Fran y la mami giran sus cabezas hacia mí—. ¡¿Por qué vas a trabajar hasta las ocho?! Mañana empieza la escuela, no voy a tener tiempo de cuidar a los gemelos y la casa. Tampoco pienso correr como loco hasta acá.

—¿Y? —Mi hermano hace una pausa para tomar un poco de gaseosa —. ¿Le vas a decir eso a mi patrón? ¡Andá! Quizá consigás que me pague sin necesidad de trabajar.

Tengo unas ganas de pegarle a mi hermano, pero más miedo me da la paliza que me va dar la mami después.

—León, tenés toda la tarde y tarde-noche para hacer las tareas y estudiar. —La mami le limpia la boca a Matías mientras él intenta sacársela de encima—. Por algo te pedí que te esforzaras. Si hacés todo el trabajo fuerte durante el año, en vacaciones vas a tener todo el tiempo del mundo.

La mami y mi hermano siguen conversando sobre sus asuntos de adultos trabajadores y libres de imponer y disponer.

Ellos tienen esfuerzos titánicos. Son superhéroes ocupados. En cambio, el adolescente que tienen en la casa no tiene problemas, no tiene esfuerzos que pesan en su corazón y conciencia, solo ir a la escuela donde nunca nada pasa, donde no hay exigencias, donde todo es color de rosa y se vive una vida sencilla y sin complicaciones.

Quedó clarísimo. Mis problemas no son importantes por el solo hecho de no ser adulto, porque no tengo que mantener un techo sobre mi cabeza y deslomarme para traer pan a la mesa.

Ruedo los ojos, echándome sobre el respaldo de la silla. Mi hermano va a cuidar a los gemelos en la mañana, pero en la tarde yo voy a tener que trabajar el triple para hacer lo que él no hizo.

1. Capítulo 1